Teco camina. El viento que le pega de frente le hace difícil avanzar. A veces le gustaría simplemente dejarse llevar por la brisa enfurecida. “No debe ser tan complicado, dado mi contextura física” piensa para sus adentros.
El frío congelado penetra su tapado, su remera, su piel y se cuela en su sangre, expandiéndose a lo largo de su espigado cuerpo como un cáncer invasor. Piensa que ese frío que siente, poco tiene que ver con cuestiones climáticas. Esa sensación lo acompaña y le hiela los huesos, está presente incluso los días más calurosos. La peor parte es que conoce qué le produce eso: sabe con precisión cuándo empezó y sabe cómo detenerlo. Lo que no sabe es cuándo lo hará.
Se para frente a la puerta del Ministerio de Educación. No quiere entrar. Se apoya en la pared y saca de uno de los bolsillos de su tapado un atado de cigarrillos. Toma uno, se lo lleva a la boca y lo prende. Frota sus manos, blancas como la leche, por unos segundos: trata de entrar en calor. Sin éxito, decide meterlas en los bolsillos. Recuerda los guantes de cuero que vio hace poco en el local del viejo Vendero. Los quiere.
Fuma y trata de evadir el malestar que lo invade. Piensa en sus amigos, Isabella y Marcio. En su tan querido piano de cola (lo único que no había querido vender su madre a pesar de los problemas económicos). Piensa en ella, Gloria, cuando estaba con su padre y era una señora bien, siempre maquillada y con olor a perfume caro. La recuerda como está ahora, venida a menos, sepultada en deudas, sin energías. Marchita. Inmediatamente, y como una catarata incontenible, se le viene a la mente el piso de vieja madera crujiente de su casa, ese que deberían haber cambiado hace rato. Las enormes cortinas de terciopelo, llenas de polvo. El hogar a leña. La enorme sala y la enorme ausencia que se percibe al entrar.
Mira el cigarro, casi consumido. “Es que eso pasa” piensa con tristeza, “las cosas se consumen sin que uno se de cuenta”.
Son las nueve y cincuenta y ocho. Decide entrar al edificio. Toma el ascensor hasta el tercer piso. Baja y toca timbre frente a la puerta de vidrio. Sara le abre y, al verlo dice: – Buen día, Teco. Esperá, que te pago ahora. Me parece que hubo aumento de sueldo para algunos…– Sonríe levemente. Mira para abajo, abre el primer cajón de su escritorio y saca un sobre blanco, abultado con la inscripción “Teco” en lápiz.
–Tomá…– Lo apoya en la mesa.
A Teco se le viene a la mente el día en que le dieron su primer pago. En ese entonces pensaba que era posible jugar el juego sin ensuciarse. De hecho, ni sabía que existía la posibilidad de ensuciarse. Agarra el sobre de un manotazo y se dirige al baño, apresurado. Entra. Se pasa ambas manos por la cara. Inhala profundamente. Mientras exhala se mira al espejo. Algo no está bien. Piensa en el señor Gram. En el sobre de plata sucia que tiene en su bolsillo. En las coimas. En los pagos que él se encarga de cerrar por teléfono y concretar personalmente para Gram. Empieza a pensar que, capaz, el nivel de corrupción tolerable por su persona había sido superado con el nuevo contrato. Ese que firmó ayer.
Trata de acordarse cómo empezó todo esto. Cuando su madre le dijo que no debía preocuparse por los problemas económicos él tenía dieciséis años y, a pesar de que lo necesitaban, ella mintió diciendo que llevaba bien la situación. Se acuerda de que él decidió ignorarla y pedirle trabajo al señor Gram, quien lo contrató de un día para el otro como su asistente. Se siente un idiota, por haber sido tan ingenuo, haber pensado que todo sería fácil. Ameno. Feliz. Recuerda la ilusión de los primeros meses de trabajo, su tonto pensamiento de que “la política puede cambiar el mundo”.
“El error” piensa Teco “no está en pensar que la buena gente hace buenas cosas, eso es verdad, sino en a quién se considera buena gente”. Gram era, en ese entonces para él, buena gente. Él se consideraba también a sí mismo, allá a lo lejos, buena gente. Recuerda su cara poniéndose el traje, sus nervios, sus ganas de crecer. Qué idiota.
En eso se abre la puerta. Gram entra al baño y le dice: – ¡Pero muchacho! A usted lo andaba buscando… tengo unas cuentitas que necesito que me liquide y, como siempre, que efectúe los pagos, claro. – A lo que Teco contestó: – Si no supiera que es ministro de educación, pensaría que es todo un bancario, señor Gram… me estaba por lavar las manos. Termino y liquidamos los pagos.
Los pensamientos de Teco se desvanecen con la entrada del ministro. El joven decide, una vez más, poner piloto automático y dar comienzo a su jornada laboral. Hay mucho por hacer.
El frío congelado penetra su tapado, su remera, su piel y se cuela en su sangre, expandiéndose a lo largo de su espigado cuerpo como un cáncer invasor. Piensa que ese frío que siente, poco tiene que ver con cuestiones climáticas. Esa sensación lo acompaña y le hiela los huesos, está presente incluso los días más calurosos. La peor parte es que conoce qué le produce eso: sabe con precisión cuándo empezó y sabe cómo detenerlo. Lo que no sabe es cuándo lo hará.
Se para frente a la puerta del Ministerio de Educación. No quiere entrar. Se apoya en la pared y saca de uno de los bolsillos de su tapado un atado de cigarrillos. Toma uno, se lo lleva a la boca y lo prende. Frota sus manos, blancas como la leche, por unos segundos: trata de entrar en calor. Sin éxito, decide meterlas en los bolsillos. Recuerda los guantes de cuero que vio hace poco en el local del viejo Vendero. Los quiere.
Fuma y trata de evadir el malestar que lo invade. Piensa en sus amigos, Isabella y Marcio. En su tan querido piano de cola (lo único que no había querido vender su madre a pesar de los problemas económicos). Piensa en ella, Gloria, cuando estaba con su padre y era una señora bien, siempre maquillada y con olor a perfume caro. La recuerda como está ahora, venida a menos, sepultada en deudas, sin energías. Marchita. Inmediatamente, y como una catarata incontenible, se le viene a la mente el piso de vieja madera crujiente de su casa, ese que deberían haber cambiado hace rato. Las enormes cortinas de terciopelo, llenas de polvo. El hogar a leña. La enorme sala y la enorme ausencia que se percibe al entrar.
Mira el cigarro, casi consumido. “Es que eso pasa” piensa con tristeza, “las cosas se consumen sin que uno se de cuenta”.
Son las nueve y cincuenta y ocho. Decide entrar al edificio. Toma el ascensor hasta el tercer piso. Baja y toca timbre frente a la puerta de vidrio. Sara le abre y, al verlo dice: – Buen día, Teco. Esperá, que te pago ahora. Me parece que hubo aumento de sueldo para algunos…– Sonríe levemente. Mira para abajo, abre el primer cajón de su escritorio y saca un sobre blanco, abultado con la inscripción “Teco” en lápiz.
–Tomá…– Lo apoya en la mesa.
A Teco se le viene a la mente el día en que le dieron su primer pago. En ese entonces pensaba que era posible jugar el juego sin ensuciarse. De hecho, ni sabía que existía la posibilidad de ensuciarse. Agarra el sobre de un manotazo y se dirige al baño, apresurado. Entra. Se pasa ambas manos por la cara. Inhala profundamente. Mientras exhala se mira al espejo. Algo no está bien. Piensa en el señor Gram. En el sobre de plata sucia que tiene en su bolsillo. En las coimas. En los pagos que él se encarga de cerrar por teléfono y concretar personalmente para Gram. Empieza a pensar que, capaz, el nivel de corrupción tolerable por su persona había sido superado con el nuevo contrato. Ese que firmó ayer.
Trata de acordarse cómo empezó todo esto. Cuando su madre le dijo que no debía preocuparse por los problemas económicos él tenía dieciséis años y, a pesar de que lo necesitaban, ella mintió diciendo que llevaba bien la situación. Se acuerda de que él decidió ignorarla y pedirle trabajo al señor Gram, quien lo contrató de un día para el otro como su asistente. Se siente un idiota, por haber sido tan ingenuo, haber pensado que todo sería fácil. Ameno. Feliz. Recuerda la ilusión de los primeros meses de trabajo, su tonto pensamiento de que “la política puede cambiar el mundo”.
“El error” piensa Teco “no está en pensar que la buena gente hace buenas cosas, eso es verdad, sino en a quién se considera buena gente”. Gram era, en ese entonces para él, buena gente. Él se consideraba también a sí mismo, allá a lo lejos, buena gente. Recuerda su cara poniéndose el traje, sus nervios, sus ganas de crecer. Qué idiota.
En eso se abre la puerta. Gram entra al baño y le dice: – ¡Pero muchacho! A usted lo andaba buscando… tengo unas cuentitas que necesito que me liquide y, como siempre, que efectúe los pagos, claro. – A lo que Teco contestó: – Si no supiera que es ministro de educación, pensaría que es todo un bancario, señor Gram… me estaba por lavar las manos. Termino y liquidamos los pagos.
Los pensamientos de Teco se desvanecen con la entrada del ministro. El joven decide, una vez más, poner piloto automático y dar comienzo a su jornada laboral. Hay mucho por hacer.