Es un día de verano soleado. Son las tres de la tarde. El aire que se respira en el patio de la abuela Dora es cálido y corre una leve brisa veraniega, clima típico de la siesta rojense.
Estás en esa esquina del patio que siempre te gustó más que cualquier otro lugar de la casa. Tenés puesto un enterito floreado sin remera abajo, algo bastante lógico teniendo en cuenta que rondás los cuatro años y no sufrís aún esos pudores que en la adolescencia te atormentarán. Apoyás tus brazos en el banco que está en la esquina del patio, al lado del cantero, y te arrodillás en el piso de piedritas. Es empedrado pero suave y está tibio. Ahí cocinás las tortas de barro, flores y hojas; mirando con muchísima concentración a través de tus rulos que cuelgan, ni muy cortos ni muy largos.
Estás tan concentrada en la fabricación de las tortitas de barro que ni percibís a la abuela atravesar el patio en dirección al quincho. De repente, escuchás un ruido seco y repentino, mirás hacia la derecha y la ves abriendo la ventana verde que, si bien siempre estuvo en la pared del cantero, nunca viste. Te sonríe como disculpándose por haberte asustado.
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